La banca enfoca nuevas formas de asesoramiento derivadas de la aplicación de MiFID II
Por Jordi Español Balagué, asociado EFPA España.
Tras un año de retraso en la transposición de la Directiva Europea MiFID II a la legislación española, la nueva normativa, materializada a través de los Reales Decretos Ley 21/2017 de 29 de diciembre y 14/2018 de 28 de septiembre, ya es una realidad desde el pasado 19 de Enero 2019.
Bajo mi punto de vista, hacer un balance sobre la efectividad de la nueva normativa al sistema financiero y bancario, tras sólo 6 meses de recorrido, es precipitado. Sin embargo, sí que me atrevo a analizar y detallar cómo el sistema bancario, en mi opinión, está enfocando las nuevas formas de asesoramiento financiero derivadas de la aplicación de la nueva directiva europea.
Uno de los principales objetivos de MiFID II es asegurar unos elevados niveles de protección de los inversores en productos financieros, especialmente de los inversores minoristas. En los últimos años, la práctica constante de la banca en la comercialización de productos financieros complejos hacia inversores con perfiles financieros no aptos, con resultados muy negativos para el inversor, obligó a ESMA, la Autoridad Europea de Valores y Mercados, a tomar decisiones al respecto. Con MiFID II ya en vigor, se observa una mayor rigurosidad por parte de la banca. Algunos ejemplos que escenifican la aplicación de la nueva directiva a los procedimientos y prácticas bancarias son los siguientes:
- Presencia física obligatoria del inversor en la contratación de un producto financiero. Durante los últimos años se ha generalizado la mala praxis bancaria de contratar el producto sin estar el cliente presente en la oficina. En algunos casos, hasta el extremo de cumplimentar el test de conveniencia y/o idoneidad el propio empleado de la entidad financiera, en lugar del cliente. Tras el inicio de la nueva normativa, la banca ha modificado sus circuitos y procedimientos internos, en aras de evitar esta mala praxis. La banca ha diseñado un circuito de “hilo de conversación”, que obliga a que el inversor esté presente en el momento de la contratación del producto, evitando por tanto posibilidad de que el empleado acuda de nuevo a las malas praxis.
- Documentación contractual previa. MiFID supone un aumento de la transparencia sobre los productos y servicios de inversión. La normativa obliga a entregar al inversor, con antelación suficiente, información clara y transparente sobre las características de los servicios de inversión e instrumentos financieros. Asimismo, el texto legal también insta a facilitar información posterior a la contratación, para que el inversor conozca la evolución de sus productos de inversión. En este sentido, los Servicios Jurídicos de las entidades financieras se han encargado de esta laboriosa modificación en la redacción del clausulado de los contratos. Se puede comprobar la extensión de dichos contratos, cuando años antes se simplificaban en gran medida.
- Formación de los empleados. MiFID ha supuesto también importantes exigencias en materia de formación del personal que informa y asesora sobre productos de inversión. La nueva normativa obliga a que el personal de la red de oficinas que desarrolle tareas de información y asesoramiento a clientes o no clientes, posea alguna de las certificaciones formativas contempladas. La nueva ley es muy tajante en este aspecto: el personal que no posea la formación mínima exigida, no podrá ni tan sólo informar a los clientes en productos de inversión. En este sentido, la banca ha adoptado una postura muy rígida: todo empleado que hasta finales de 2018 no poseía la formación necesaria, lo trasladaba a realizar labores de back-office (sin estar de cara al público).
Otro punto que considero interesante exponer es el de la modificación sustancial en las condiciones de comercialización de Instituciones de Inversión Colectiva por parte de la banca. Básicamente, fondos de inversión y planes de pensiones. La nueva normativa limita el cobro de incentivos o retrocesiones en las Empresas de Servicios de Inversión (ESI): se obliga a la comercialización de al menos un 25% de productos de terceros para que pueda estimarse que hay un incremento en la calidad del servicio ofrecido y por tanto puedan cobrarse retrocesiones. Esta norma es extensible a las entidades financieras, por el simple hecho de ser también prestadoras de servicios de inversión. En este sentido, la banca, delante de esta puesta en peligro de una fuente de ingresos tan preciada como son las retrocesiones (remuneraciones de las gestoras por la comercialización de sus fondos de inversión y pensiones), ha tenido que pisar el acelerador para contactar con otras gestoras y establecer alianzas para la comercialización de nuevos vehículos de inversión. No podemos olvidar que en el actual panorama de tipos de interés en negativo, las comisiones de cualquier tipo constituyen la principal fuente de oxígeno para la banca. Esta exigencia de MiFID ha permitido a las entidades financieras, después de un esfuerzo considerable, disponer de una arquitectura abierta de productos de inversión, favoreciendo la diversidad de instrumentos a escoger por parte del inversor.
Desde mi punto de vista, la banca se ha tomado muy en serio la nueva normativa MiFID. Y no es para menos, dado que la detección de irregularidades o incumplimientos por parte de la CNMV puede derivar en sanciones de hasta 5 millones de euros o el 10% de la facturación de la entidad involucrada.
Sin embargo, como en toda normativa aplicada, será misión de las autoridades europeas, y de la CNMV en el caso español, llevar a cabo los controles y auditorías sobre la correcta aplicación y cumplimiento de la nueva directiva europea. La experiencia alerta sobre la propensión, a largo plazo, y por parte de las instituciones financieras, en buscar mecanismos para suavizar el impacto de las normas de cualquier índole. Lo que familiarmente conocemos por “hecha la ley, hecha la trampa”. En este sentido, es necesario realizar un seguimiento por parte de las autoridades de mercado y valores competentes. Y no solo para determinar las consecuencias legales del incumplimiento en los procedimientos, sino también para establecer modificaciones en la normativa que redunden en una mayor complejidad para las instituciones en incumplir.